martes, septiembre 25

Ramón Fernández Larrea

Conocí a Ramón hace más de 20 años en Cuba. Si bien recuerdo, fue Bernardo Marqués quien me habló de él una noche y a la tarde siguiente me lo presentó. Todavía recuerdo una carrera de táxi por el Malecón rumbo a La Habana Vieja. "A que nunca te imaginabas que ibas a pasar por esto", me dijo, mientras nos desplazábamos en un máquina de alquiler de mediados del siglo pasado. Ramón es un monstruo del humorismo cubano. Siempre supo sortear los escollos de trabajar en un ambiente donde el sentido del humor nunca fue bienvenido. Pero resistió. Lo empujaron y se terminó yendo. Tuvo de sobrevivir. En esta entrevista con Radio Martí explica como le fue. Destaco este párrafo, en que cuenta como se volvió monaguillo. Una vida hilariante como todos y cada uno de sus personajes. El criador del "Programa de Ramón" nunca se rindió. Enhorabuena.

¿Qué tanto te enriquecieron las vivencias y los múltiples oficios que desempeñaste en España?

Me enriquecieron y me empobrecieron. Una de las cosas más divertidas y absurdas que yo hice en España fue suplente de sacristán en una parroquia. Yo era el que trabajaba de sacristán para que el de verdad tuviera un día libre en la semana y me enseñó todo el oficio. Yo me di cuenta de que aquello no tenía ninguna función religiosa, además mi formación no era religiosa. A mi me soltaron allá dentro de la iglesia y la primera vez que abrí, entraban las señoras de Canarias y me decían: Mi’jo, ¿cuál es San Pancracio? Y yo decía: ¡Dios mío, ahora sí! A mí no me los habían presentado. Tuve que aprender cuando las mismas señoras miraban, y decían: ¡Ah, mira, es aquel! Entonces yo decía: San Pancracio, a la derecha, tres metros.

Tuve que aprender a preparar el ritual, por lo que de día era como una especie de administrador de la iglesia: recibía a la gente, anotaba los recados, y en la tarde le preparaba la misa al padre y le ponía todo lo que era el servicio, encendía las luces, le abría el audio, cuidaba que no se robaran el servicio que era de plata, probaba el vino para que él no se envenenara, velaba que no se quedara alguien escondido y cerraba la iglesia. Ese fue uno de los oficios más disparatados que hice, pero también limpié oficinas, cuide perros, viajé entre islas preparando un festival de música, me reunía con los alcaldes de las ciudades. Y tú decías: pero… y este que llegó ayer, que ni residencia tenía y estaba reunido con los alcaldes. Un disparate. En Barcelona, el primer trabajo que tuve fue reunir información para una guía de turismo que se iba a publicar en Italia, con lo cual me tuve que aprender la ciudad. Ya después volví a la radio durante casi 6 años. Pero algo sí entendí, cuando uno es un emigrante hay dos cosas que tienes que garantizar: el estómago y el techo; hay que hacer lo que aparezca.

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