
Anoche cerró sus puertas el Yankee Stadium con una victoria del equipo de casa de 7-3 contra los sotaneros Orioles de Baltimore. Fue la última jornada competitiva en una instalación que simboliza la historia del béisbol moderno y representa un pilar de la magnificencia deportiva de Estados Unidos.
Cerrar el estadio más famoso del mundo cuando apenas ha cumplido 85 años de su existencia (fue inaugurado el 18 de abril de 1923) parecería un chiste de mal gusto en cualquier ámbito deportivo que se respete. Pero no, los Yankees han determinado, como han hecho en fechas recientes otras franquicias de recia estirpe en Grandes Ligas, que hay que derrumbar las paredes que guardan su propia memoria, las columnas que formaron parte del culto de sus seguidores en todas las latitudes. El legendario Yankee Stadium se nos viene abajo no por griestas estructurales, sino por regla elemental y cruel de la lógica capitalista en tiempos de la cultura del irracionalismo.
La gracia es que los Yankees se mudarán, a partir de la temporada del 2009, para la millonaria sede que se ha construido a pocos pasos del viejo roble del Bronx, casi allí mismo como quien dice o quiere atenuar el dolor de lo perdido.
Al diablo con la historia. Los americanos derrumban hoteles y palacios que les parecen viejo sin importarles su valor patrimonial, que no siempre es el que dictan las leyes del condado o el Estado. También hemos visto volar en pedazos el Veterans Stadium de Filadelfia para darle paso a una nueva sede para los Philis, o más bien una bombonera de jonrones para garantizar los jonrones del equipo local (no es sólo por la fuerza de sus bateadores que los Philis están en primer lugar en batazos de vuelta completa en las Grandes Ligas). Y para poner a circular más dinero y encarecer, en última instancia, los costos de los boletos.
La pelota se ha convertido también en un deporte de élite. De las élites que pueden pagarlo. Triste fábula para los que nacieron disfrutándolo como una conquista popular en un país que entonces era para todos.
Para los que todavía creemos en tradición y en el valor de la resistencia de los íconos, valdría la pena en esta despedida hacer el compromiso deportivo y ciudadano de no dejar perder las reliquias que quedan aún en pie de la era gloriosa del béisbol. Defenderlas como piezas de un abecedario que no deben quitarle a la herencia de un deporte que forma parte de la idisoncrasia nacional y constituye un factor de comunión con muchos países del hemisferio.
Que a nadie se le ocurra modificar o cerrar el Fenway Park de Boston porque tiene paredes demasiado altas. Que ningún mequetrefe por muy dueño que sea nos venda la idea de cerrar el bellísimo Wringley Field de Chicago, todo esplendor en su vestusta compostura de ladrillos y vegetación exuberante. Y que dejen en paz al Dodger Stadium, el más joven de los viejos caserones de la pelota contemporánea.
Si no paramos a los especuladores, a los que desprecian los valores que no se pueden contar y palpar, estaremos echando por la borda la esencia misma del béisbol y el pasatiempo sano de nuestros hijos y nietos.
No quiero que se repita más en el béisbol de Grandes Ligas la escena de anoche, entre lágrimas y gestos de patetismo y complicidad. La historia no puede perpetuarse guardando poquitos de tierra de un montículo que va a ser arrasado por la insensatez. Hay que arruinarles la subasta de sillas y trocitos del Yankee Stadium que se nos viene encima por obra y gracia de los mercaderes del siglo XXI. Sí, de esos mismos señores de cuello y corbata que han inundado el deporte para servirse de él en lugar de hacerlo florecer como lo que debe ser: un legítimo espacio de confraternidad y reunión para aplaudir las destrezas del talento humano.
Tristán de la Carpa
Miami
PS.-Al cierre de esta crónica está casi cerrado el cuadro de los play-off y hasta ahora mis pronósticos no han fallado. En la Liga Americana están ya en postemporada Tampa Bay, Boston y los Angelinos, con una vacante que debe llenarse con los Medias Blancas de Chicago si no le entran calambrinas de última hora. En la Liga Nacional, los Cachorros ganaron su división y sus aspiraciones de romper la mandición del chivo tras un dentenario de infortunios parecen cada vez más terrenales; los Dodgers tienen la clasificación en un bolsillo y también los Philis. El wild card está duro pero me inclino por los Mets de NY; los Cerveceros se quedaron sin gasolina y están pagando la estupidez de la gerencia de despedir a un mánager ganador en medio de un cierre crucial de temporada.
Cerrar el estadio más famoso del mundo cuando apenas ha cumplido 85 años de su existencia (fue inaugurado el 18 de abril de 1923) parecería un chiste de mal gusto en cualquier ámbito deportivo que se respete. Pero no, los Yankees han determinado, como han hecho en fechas recientes otras franquicias de recia estirpe en Grandes Ligas, que hay que derrumbar las paredes que guardan su propia memoria, las columnas que formaron parte del culto de sus seguidores en todas las latitudes. El legendario Yankee Stadium se nos viene abajo no por griestas estructurales, sino por regla elemental y cruel de la lógica capitalista en tiempos de la cultura del irracionalismo.

Al diablo con la historia. Los americanos derrumban hoteles y palacios que les parecen viejo sin importarles su valor patrimonial, que no siempre es el que dictan las leyes del condado o el Estado. También hemos visto volar en pedazos el Veterans Stadium de Filadelfia para darle paso a una nueva sede para los Philis, o más bien una bombonera de jonrones para garantizar los jonrones del equipo local (no es sólo por la fuerza de sus bateadores que los Philis están en primer lugar en batazos de vuelta completa en las Grandes Ligas). Y para poner a circular más dinero y encarecer, en última instancia, los costos de los boletos.

Para los que todavía creemos en tradición y en el valor de la resistencia de los íconos, valdría la pena en esta despedida hacer el compromiso deportivo y ciudadano de no dejar perder las reliquias que quedan aún en pie de la era gloriosa del béisbol. Defenderlas como piezas de un abecedario que no deben quitarle a la herencia de un deporte que forma parte de la idisoncrasia nacional y constituye un factor de comunión con muchos países del hemisferio.
Que a nadie se le ocurra modificar o cerrar el Fenway Park de Boston porque tiene paredes demasiado altas. Que ningún mequetrefe por muy dueño que sea nos venda la idea de cerrar el bellísimo Wringley Field de Chicago, todo esplendor en su vestusta compostura de ladrillos y vegetación exuberante. Y que dejen en paz al Dodger Stadium, el más joven de los viejos caserones de la pelota contemporánea.

No quiero que se repita más en el béisbol de Grandes Ligas la escena de anoche, entre lágrimas y gestos de patetismo y complicidad. La historia no puede perpetuarse guardando poquitos de tierra de un montículo que va a ser arrasado por la insensatez. Hay que arruinarles la subasta de sillas y trocitos del Yankee Stadium que se nos viene encima por obra y gracia de los mercaderes del siglo XXI. Sí, de esos mismos señores de cuello y corbata que han inundado el deporte para servirse de él en lugar de hacerlo florecer como lo que debe ser: un legítimo espacio de confraternidad y reunión para aplaudir las destrezas del talento humano.
Tristán de la Carpa
Miami
PS.-Al cierre de esta crónica está casi cerrado el cuadro de los play-off y hasta ahora mis pronósticos no han fallado. En la Liga Americana están ya en postemporada Tampa Bay, Boston y los Angelinos, con una vacante que debe llenarse con los Medias Blancas de Chicago si no le entran calambrinas de última hora. En la Liga Nacional, los Cachorros ganaron su división y sus aspiraciones de romper la mandición del chivo tras un dentenario de infortunios parecen cada vez más terrenales; los Dodgers tienen la clasificación en un bolsillo y también los Philis. El wild card está duro pero me inclino por los Mets de NY; los Cerveceros se quedaron sin gasolina y están pagando la estupidez de la gerencia de despedir a un mánager ganador en medio de un cierre crucial de temporada.