Un día antes, mi abuelo nos advirtió a mi
hermano y a mi: “Mañana no van a dormir”. La cosa no quedó clara porque ese
amanecer yo tenia clases de caballería y estaba deseoso de tenerlas. Mi
hermano, que nunca fue temeroso, no estaba muy entusiasmado pero también quería
participar. En las clases de caballería.
Pero el asunto era más importante, explicó
el abuelo. “Esta madrugada el hombre llega a la Luna y nadie tiene el derecho
de perder ese momento. Es una obligación verlo”, dijo. La abuela, con
compasión, le hizo ver que estaba siendo un poco duro con lo nietos, pero no
sirvió de nada.
La Luna.
Mentiría si dijera que a esa edad entendí la importancia del asunto. Pero si el
abuelo quería que, por primera vez en la vida, no nos acostáramos temprano, mi
hermano y yo teníamos la obligación de atenderlo.
Y es cierto. Sentados delante de un
televisor en una sala del club de campo de la Quinta da Marinha, en las afueras
de Lisboa, mi abuelo Nuno, la abuela Margarida, mi hermano y yo no dormimos esa
noche. De hecho, la abuela nunca lo dejó. Durante el día preparó emparedados y
refrescos para que todos estuviéramos despiertos.
El entusiasmo del abuelo iba más allá de compartir
con sus nietos un momento histórico. El asunto era personal. Se sentía feliz
por haber vivido lo suficiente para verlo y nada le daba más placer que vivirlo
con nosotros y, insistía, que mi hermano y yo tuviéramos conciencia de ello.
Neil Armstrong puso su pie izquierdo en la
Luna cuando mi hermano estaba mirando hacia una compañerita de verano y yo
desechando la lechuga que mi abuela había puesto en el emparedado. Pero el
grito del abuelo nos paralizó.
“¡Llegó!”, gritó. “Ya no hay vuelta atrás,
estamos allí”.
El “estamos” fue, en serio, lo que más me
impresionó. Era un “estamos” que nos abarcaba a todos. Fue la confirmación de
que el pequeño paso de Neil Armstrong era la continuación de la evolución de la
humanidad. Y nosotros todos fuimos participe de ello. Aunque el televisor era
en blanco y negro y la imagen borrosa.
A miles de kilómetros de Lisboa, pero más
cercano de nosotros que de la Luna, mi padre no se perdió un detalle del
alunizaje en el aeropuerto de Moscú porque el piloto del avión que debía
llevarlo a Paris, rehusó despegar hasta que Neil y Aldrin pusieran sus pies
en la Luna. “No imaginan como el piloto sufría”, contaba mi padre años después. Su viaje fue clandestino y solo en democracia supimos que vivió ese momento.
Hoy día algunos cuestionan que el hombre
estuvo en la Luna. Yo lo creo. Ellos estuvieron allí. Viví esa noche. Mi abuelo
jamás me mentiría.
Para Neil Armstrong,
el tipo que me mantuvo despierto toda la noche por primera vez en mi vida.
es una pena que nosotros los cubanos no tuvimos la oportunidad de no solo de no0 verlo, sino que la información estaba totalmente vetada y censurada
ResponderEliminarEs cierto, en Cuba oficialmente el hombre nunca llegó a la Luna.
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